Primer protagonista

Ayudo a mamá a ponerse guapa enfrente del espejo. Primero le pinto los labios de color rojo, y luego ella, cuando cree que no me doy cuenta, se limpia el borde (por dónde me he salido) con un trocito de papel. Luego la ayudo a ponerse una sombra de ojos dorada, e incluso consigo que me ponga un poquito a mí también.

Hoy va a salir con papá y está muy emocionada.

Es la primera vez que salen solos desde que nació mi hermano pequeño.

La ayudo a elegir un vestido, uno que le quede muy bien.

Van a pasarlo genial.

Al final, elegimos las dos juntas uno rojo, a juego con su pintalabios. Cuando está lista, la cojo de la mano y salimos de su cuarto las dos juntas.

Siempre vamos juntas, pero hoy, se va ella sola con papá.

Mi hermano sale de su habitación cuando mamá le llama, y le escuchamos bajar las escaleras.

Mamá le recuerda de nuevo que me tiene que preparar la cena, ayudarme a terminar el trabajo de pintura, ponerme una peli, y luego llevarme a dormir. Ah, y que tengo prohibido comer chocolate.

Mi hermano asiente, pero cuando mamá no mira, me guiña un ojo y me enseña una tableta que lleva guardada en el bolsillo.

Va a ser una noche estupenda.

Papá baja finalmente por la escalera y lleva a mi hermano pequeño en brazos. Mi hermano mayor lo coge y lo deja en la cuna.

Papá piropea a mamá y se cogen de la mano; qué bien se lo van a pasar.

Después, cada uno me da un beso en una mejilla.

“Haz todo lo que te diga tu hermano.” me pide mamá, y yo asiento. Papá me revuelve el pelo, y luego los dos se despiden de mis hermanos. Van emocionados; irán al concierto de su grupo favorito. Además, papá va a llevar de sorpresa a mamá a cenar a un restaurante en el mismo centro comercial, a las afueras de la ciudad dónde vivimos. Me lo ha dicho sólo a mí. Y yo no se lo he contado a nadie.

Durante la noche, mi hermano me da de cenar y me deja comer chocolate, pero solo a cambio de que le prometa que papá y mamá no se enterarán nunca.

Está siendo una noche guay.

Cuando terminamos mi trabajo ya es muy tarde. Ha quedado muy bonito; yo creo que mamá y papá van a sentirse muy orgullosos cuando lo vean. Intento llamarles, pero no lo cojen. Mi hermano me asegura que es porque están disfrutando mucho. Se queda en mi cuarto un rato, y de verdad que los dos intentamos que yo me quede dormida, pero es imposible. Al final nos levantamos y nos vamos a ver la tele, y es muy divertido porque como mamá no me deja, en cuanto oigamos la llave tengo que meterme en la cama corriendo y fingir que me he dormido. Pero esta noche están tardado mucho; seguro que es porque papá está haciendo el tonto cantando todas las canciones del concierto.

Mi hermano va a revisar al bebé mientras yo enciendo la tele.

De pronto, en la pantalla aparece un montón de fuego saliendo de un edificio. Dejo la tele encendida, quiero enseñarselo a mi hermano.

Él no viene; está cambiando al bebé.

Miro el fuego; es muy grande.

Grito a mi hermano, porque se está perdiendo todo, y por fin, entra en el salón y se queda mirándome. Tiene la cara blanca. ¿Qué ha pasado? ¿Le ha pasado algo al bebé?

No se mueve, sólo me mira. Pasan muchos, muchos segundos hasta que me coge de la mano. Su piel está helada. Me pego a él. Algo malo ha pasado.

“Tenemos que irnos, Anna. Papá y mamá…”

No termina la frase. ¿Qué ha pasado?
Al final, cuando él mira hacia la tele, lo que escucha hace que se le llenen los ojos de lágrimas.

“Cientos de personas asesinadas, mientras intentaban huir de la sala de conciertos”.

Segundo protagonista

Casi ni recuerdo la última vez que mi marido y yo salimos solos. Quizás desde el nacimiento de mi hija, hace cinco años, sólo lo habremos hecho un par de veces, y ninguna después de enterarnos que venía un tercer niño en camino.

Sin embargo, desde el nacimiento del más pequeño, siendo mi hijo mayor lo suficientemente responsable para cuidar de sus hermanos por una noche, empezamos a idear miles de cosas que nos encantaría hacer juntos. Y así, encontré entradas para ir a ver un grupo de música que siempre le había encantado a mi marido, desde que éramos adolescentes. Compré un par para el concierto que habría en nuestra ciudad, Moscú, y desde que se lo había dicho él no había hablado de otra cosa. Había puesto las canciones una y otra vez, en el coche mientras llevábamos a Anna al colegio, en las tardes mientras cenábamos todos juntos… Sé que hoy será una gran noche.

Mi pequeña Anna me ayuda a arreglarme. La miro mientras me elige un vestido, y veo lo mayor que está ya. Espero que esos momentos que pasamos juntas no terminen nunca, por más que el tiempo pase.

Aunque no me siento tranquila dejando a mis niños en casa, mi marido me convence de que Alek, mi hijo mayor, cuidará de sus hermanos. Eso me tranquiliza, porque sé que mi niño lo daría todo por ellos. Algún día, se convertirá en un gran padre. Sé también que le dará chocolate a Anna, porque lo que más le gusta es verla feliz.

En el coche no escuchamos las noticias. Hace tiempo que decidimos dejar de hacerlo; desde que comenzó la guerra. Aún mantengo la esperanza de que pronto entraremos todos en razón.

Primero vamos a cenar, y luego nos dirigimos al concierto. La sala está llena; puedo ver en los ojos de mi marido el brillo de la emoción, y atesoro ese recuerdo. Cuando me muera, quiero recordar esa sonrisa para siempre.

Todo esta noche parece perfecto.

Y de pronto, todo cambia.

Intentamos escapar.

Lo único que yo puedo ver una y otra vez en mi mente es a mis hijos, mientras huimos de los disparos que han irrumpido en el teatro. Hombres vestidos de camuflaje, con armas, disparando despiadadamente a cualquiera que se mueva, custodian las salidas.

Siento pánico.

El dolor de perder a alguien es incomprensible.
El dolor de perderte, sabiendo que dejas atrás a alguien; a tres niños, tres pequeños que solo dependen de tí, es sin embargo algo que se aferra y revienta en lo más profundo del alma.

Cuando sabes que ya no hay nada que hacer.

Cuando ves a tu marido, que ha muerto por intentar protegerte, tendido ya sin vida en el suelo, pero aún sosteniendo tu mano.

Cuando sientes que aquello que va a matarte es aceptado por tu cuerpo, y sientes que poco a poco la vida te abandona.

Ahí es cuando te viene la pregunta;

¿En qué momento nos hemos perdido tanto?

Tercer protagonista

Todo es negro.

No solo para mí. Somos millones de personas las que no hemos conocido la luz del sol; a pesar de que brille fuerte allá arriba. Los que nunca hemos visto una flor crecer en primavera o un copo de nieve caer en invierno.

Mi padre murió cuando yo apenas era un niño de nueve años. Bueno, no murió; lo asesinaron. Le pegaron una y otra vez con varas de hierro, lo torturaron sin comida, le sometieron a días enteros sin agua, y finalmente, cuando ya no quedaba un solo halo de vida en su existencia, lo asesinaron enfrente de nosotros; sus tres hijos y su mujer.

Mi madre fue asesinada poco después, un mes antes de mi doceavo cumpleaños, cuando volvía del mercado.

Nunca supe lo que era la paz. Nunca supe lo que era vivir sin las manchas de la sangre en mi camino: nunca se me ocurrió pensar que hubiera algo más que eso. Una vida que sólo valía para perderla. Apenas recordaba lo que era existir con otro fin que no fuese vengarme.

No llegué a entender por qué a ellos. Por qué a mi.

Tenía dieciséis años cuando perdí a mi hermana; poco tiempo después de que el régimen Talibán tomase mi ciudad. Nunca llegué a saber qué le había pasado, o más bien, nunca he querido saberlo. Porque sé que ni en mis peores pesadillas se reflejaría la crueldad con la que le arrebataron la vida.

Y así, poco a poco, la impiedad hacía sombras que cubrían todo lo que me importaba, al igual que todo aquello que me mantenía cuerdo; a mí y a todos los que hoy quedamos vivos. Porque no hay nadie de nosotros que no haya sido rozado de cerca por la muerte. Hay pocos, o eso creo, que no despierten cada mañana con sed de venganza.

Cuando te va bien, es fácil conocer el mal; distinguirlo; rehuirlo. Cuando el mal va anunciado en carteles rojos de prohibido; cuando es ajeno, cuando es castigado; cuando se hace notar de forma trágica.

Cuando el mal corrompe cada surco de tu vida; de tu pueblo… Cuando el mal convive mano a mano con el bien y acaba por arrebatarle el sitio… Entonces acabas por verte inmerso. El sol no brilla y las flores no crecen. La vida pierde el sentido, y la muerte ya no tiene importancia.

Cuando te han arrebatado todo; cuando no hay nada que perder; entonces te vuelves vulnerable. Y cuando no entiendes por qué, cuando solo sientes ira… Eres capaz de cualquier cosa; incluso aquellas que, muy dentro de tí, en algún resquicio casi imperceptible de luz en tu conciencia, sabes que son inhumanas.

Reflexiono acerca de ésto mientras miro a través de los cristales. No veo nada, pero supongo que todos pueden verme a mí; mi imagen. Hace tiempo que dejé de ser yo. Hace tiempo, mucho tiempo, que me miro al espejo y no me reconozco.

Si eres vulnerable, eres manejable. Si el dolor nunca ha sanado, escuece por sed de venganza. Porque yo era un niño cuando mataron a mi padre, mi padre, que era bueno.

He visto al mal ganar cada día de mi vida. He visto al mal entrar en cada hueco de mi ser. Y lo he permitido; no tengo nada más. Es lo único que me llena.

Llego a pensar en mi hijo; al menos él no estará en frente, a tan solo dos metros. Al menos él no podrá contemplar como pierdo aquello que no debería poder ser arrebatado, y que yo ya he quitado a tantos otros; la vida misma. Al menos a él no le salpicará mi sangre, ni se quedará mi imagen sin vida encuadrada en su memoria. Al menos él, sí nunca se entera de lo que he hecho, podrá vivir pensando que existen los finales felices. Que su padre no es un asesino, y que el mundo sigue brillando.

Sé que me matarán.

Ojo por ojo.

Al final, parece que realmente el mundo quedará ciego, o más bien, diría que ya lo está.

Me hacen una foto, unos hombres de negro, cubiertos con un pasamontañas. Son ellos quienes me han dejado incapaz de moverme tras golpearme una y otra vez. No digo que no lo merezca. Ni siquiera he sentido sus ataques; apenas soy consciente de nada.

Cuando entro a la sala, todos se quedan en silencio. Nos escupen, a mí y a los otros tres, a quiénes nos llaman “animales”. Quizás en verdad lo somos. Y durante dos horas, se nos repite una y otra vez aquello que hicimos hace solo un par de días. No se nos pregunta por qué, no se nos mira, no se nos conoce. No importa. Realmente, no importa. Porque un pasado no justifica un presente, igual que ese crimen no justificaba mi venganza.

Hago oídos sordos, ellos creen que lo he hecho por Dios. Yo no metería a mi Dios en ésto, si en verdad existiese. Si lo hiciese; ¿por qué permitió que le hiciesen eso a mi familia? ¿Por que ha permitido que yo cogiera ese rifle hace dos días? ¿Y por qué no encendió la luz?

Cierro los ojos, como siento que nuestro mundo está acostumbrado a hacer cuando ve algo que no le gusta.

Si. Ayer me armé con un rifle y maté a ciento treinta y tres personas. Y ojalá estuviera loco. Ojalá hubiese hecho esto por falta de juicio, y no por exceso de él. ¿En qué me he convertido, arrebatándole la vida a personas inocentes?.

Veo negro, solo negro; no hay luz más allá del fuego.

No me exculpo, porque si, he sido yo. He sido yo quien ha presionado el gatillo. He sido yo quien ha apuntado. He sido yo quien se ha vengado, de nuevo, con quienes no eran culpables.

Entre el público veo a un chico; debe de tener quince años. Lleva a una pequeña en brazos, y a un bebé en un coche. Me dicen que maté a sus padres.

Si aún fuese yo capaz de sentir, creo que ese simple pensamiento me mataría. Pero hace dos días dejé de ser humano, y el dolor y el remordimiento son tan extensos, que ni siquiera me encojo.

Me mira a los ojos.

En ellos veo el fuego. Veo la decepción, la incredulidad. La rabia.

Si pudiera apagarla con una palabra; si le pudiese pedir perdón y eso calmase su mirada, lo haría.

Me he convertido en aquello a lo que he odiado cada uno de los días de mi vida.

Intenté tomar aquello que creía que me habían robado. Me quitaron un ojo, yo arrebataríaotro. Una vuelta más de un ciclo infinito.

En lugar de paz, tengo miedo. ¿Qué será de nosotros, de mi hijo, del mundo, si se apaga toda la luz?

Vuelvo al juicio, me declaro culpable. Espero que me den una pena de muerte. Al menos, poder sentir aquello que en tantos he provocado. Pero quizás merezca algo peor.

Mientras miro a todos aquellos a los que les he arrebatado a alguien, siento un último resquicio de esperanza de que un día, alguien, alguno de ellos, sea más fuerte que yo, y en vez de quitar otro ojo más, se centre en curar las heridas.