Hace veintiún años me ficharon en el fútbol.

Decían que lo mío era talento; que cualquiera que se acercase podía notar cómo yo estaba hecho para cosas grandes.

Empecé en la liga de infantil. El partido, aún así, era bastante agresivo; los del equipo contrario tiraban del pelo, mentían y lloraban para derrotarnos. Nosotros nunca hicimos eso. Cualquiera de esas acciones suponían una mirada de dolor en nuestro entrenador, y nadie quería decepcionarle. Y al final, siempre ganábamos. Quizá no éramos los más rápidos, ni teníamos los uniformes más bonitos, pero si brillábamos. Cuando nos íbamos del campo de juego, quedaba mejor de lo que estaba antes; reíamos, nos abrazábamos, hacíamos cualquier cosa que fuese divertida.

Se quedó conmigo a partir de entonces. En la liga de primaria la agresividad de los del equipo rojo aumentó. Ya no eran solo acciones; llegaron los insultos y las burlas. Nosotros les respondíamos con sonrisas puras y les apretábamos las manos después de cada enfrentamiento.

Durante toda la vida he jugado un sólo partido que se dividía en muchas jornadas.

Uno de los mayores socios de mi club solía decir “ojo por ojo y el mundo acabará ciego”. Por eso, nunca quisimos rebajarnos a lo que veíamos en el equipo rojo; nunca competimos entre nosotros; al contrario, repartimos el mérito y jugábamos todos.

Los del equipo rojo a veces decían que yo no era lo suficientemente rápido; otras veces decían que era demasiado torpe. Pero mi entrenador siempre estaba al lado mío, me palmeaba la cabeza y me repetía una y otra vez que yo era luminoso, que conmigo mis compañeros se sentían más protegidos. No me mintió nunca; jamás intentó convencerme de que los rojos me mentían. Yo no era el más rápido ni el más ágil; y exactamente por eso el entrenador me quería en su equipo. Porque no le serviría de nada tener un equipo lleno de rápidos y ágiles si no hubiera ninguno gracioso, líder, paciente, inteligente…

El partido era como ir de fiesta. El entrenador celebraba cada gol y se reía ante cada ataque, ni siquiera nos presionaba. Insistía en que disfrutáramos cada segundo que pasáramos en el campo.

Los rojos nos buscaban las cosquillas, y cada vez que reíamos, se enfadaban más. Su entrenador no era como el mío; el suyo les manipulaba constantemente; rompía los lazos que había entre ellos y les prohibía disfrutar. Era como si conociese cada una de sus heridas y miedos, y los usase para controlarlos. Les racionaba las comidas para que cuidasen su imagen; debían ser los más guapos, los más activos, los mejores.

Nuestro entrenador nos traía una nueva sorpresa a cada juego.

Nuestro entrenador intentaba compartir nuestras cosas con el equipo rojo. En cada juego, se sentaba con el jugador que estuviera en el banquillo, e intentaba convencerle de que probase a jugar en nuestro club. La mayoría de veces lo conseguía. Nadie se negaría a estar en un equipo dónde lo importante es el juego, no el gol.

A veces, sin embargo, los jugadores rojos tenían tanto miedo que se alejaban corriendo al verle llegar. Intentaban refugiarse en su entrenador, pero éste sólo les ofrecía la espalda.

“Independecia” solía llamarlo él. “Los niños deben valerse por sí mismos porque el mundo nunca les dará nada”.

Mi entrenador, cuando empezamos a jugar en la liga de secundaria, empezó a programar reuniones con nosotros. Una vez a la semana, al principio. Después nos dio su número; podíamos llamarle siempre que lo necesitáramos. Creo que vivía por y para nosotros; yo le llamaba cuando tenía un examen, mis amigos cuando discutían con sus padres; otros cuando estaban felices. Y el entrenador nos contestaba siempre. Nunca supe de nadie que se quedase esperando al teléfono.

El entrenador nunca nos hablaba de fútbol. Yo creo que él, en realidad, poca idea tenía de las reglas del juego. Pero sabía de las personas; sabía de nosotros; de lo que vivíamos, anhelábamos, las razones por las que llorábamos. Nos amaba como a sus propios hijos. Y al fin y al cabo, si hay amor y hay ganas, los goles se marcan solos.

La liga universitaria lo cambió todo. A veces me desesperaba demasiado; sentía que cada vez mis amigos se iban más al equipo de los rojos. Se humillaban los unos a los otros, abusaban del poder y se reducían a insultos o se menospreciaban. Ya no éramos los mismos. Dónde había inocencia vi cosas que nunca habría imaginado; vi a compañeros manipulando, odiando, dejándose llevar por los demás. Y en el partido, ya no estaban en mi equipo. Estaban contra mí. Intentaban que yo también me fuera, que me alejara de mi entrenador. Quedamos unos pocos. Comparaba nuestro equipo con el de las ligas infantiles; el número era infinitamente menor. Pero entonces le miraba a él y veía su sonrisa, y sus brazos abiertos, y sabía que estaba en el lugar correcto. Nunca me iría de su equipo; el uniforme rojo que tiempo atrás me habían mandado permanecería para siempre en un rincón del armario, escondido y en una percha. Es verdad que brillaba, y que alguna vez me lo había probado, sólo por un momento, pero mi entrenador siempre había encontrado la forma de devolverme a mi lugar. Y yo cada día le prometía que iba a conseguir a nuevos amigos que entrasen a nuestro equipo. Que, como siempre, íbamos a ganar.

Un día, sin embargo, caminando por la calle, me encontré con el entrenador del otro equipo. No era raro; le veía mucho; siempre parecía estar buscándome. Como siempre, me ofreció muchas de las cosas que yo deseaba a cambio de que me fuera a su equipo. Yo le sonreí (como mi entrenador siempre hacía) y me negué educadamente. Pero no me dejó ir. Saludé a los chicos que tenía a su lado, y me quedé un rato con ellos cuando me invitaron. El entrenador no paró de hablarme.

Esa noche no pude dormir. De repente, no tenía ganas de nada.

No fui a ver al entrenador a la hora que teníamos prevista. Me mandó mensajes, pero ni siquiera los miré. De repente, me sentía lejos, muy lejos. De él, de mí, del equipo.

Recordaba los coros de los niños del equipo rojo de la liga primaria; cuando se burlaban de mí por no ser el más ágil ni el más rápido. ¿Cómo salvaría yo a mi equipo, a mi entrenador, si no era ni el más ágil ni el más rápido? Sin esas cualidades no tenía nada. Seguro que mi entrenador pensaba lo mismo; seguro que él mismo veía en mí mi extrema sencillez; mi carencia de cualidades extraordinarias. Otros de sus jugadores daban luz a quienes tenían cerca, y yo me sentía opaco.

En medio de un partido, caí al suelo y no pude levantarme. No quería seguir jugando. No iba a cambiar de equipo, pero tampoco quería permanecer en el mío.

Mi cabeza era un constante ruido que me hacía temblar de miedo. Tenía miedo de no ser capaz de corresponder a mi entrenador; tenía miedo a no ser lo suficientemente bueno.

Me di cuenta de que, al lado, había otros amigos míos; todos en el suelo, tendidos, como muertos en vida. No éramos capaces de mirar al entrenador, de hecho, le habíamos perdido de vista. Dábamos traspiés una y otra vez. Y al final, no quedaban fuerzas para levantarse. Toda mi energía estaba condensada en repetirme una y otra vez que no era suficiente.

Mi uniforme verde, brillante, había perdido el color.

Mis compañeros intentaban levantarme, y en las gradas oía mi nombre. Pero siempre que intentaba levantar un poco la cabeza, el entrenador de los del equipo rojo se ponía ante mí y de nuevo mi corazón dolía. Mi cabeza se ofuscaba y mis ojos debían permanecer bajos.

No me levantaría. Mis heridas dolían.

Sentí de repente un vacío que me llenó por dentro.

Entonces, me dejé caer.

Por suerte, un entrenador no deja nunca a un jugador atrás.

Él tiró de mí antes de que mi vida acabase; me levantó por los hombros y, asustado, me obligó a mirarle.

Entonces lloré. Le revelé mi dolor. Le conté mis miedos. Estuve quizá una noche entera llorando junto a él.

Cuando acabé, mi cabeza se sentía ligera de nuevo. Mis pensamientos habían recuperado claridad. El dolor había disminuído. Las heridas, sin embargo, estaban a flor de piel. Esas que me hacían débil.

Él las señaló, y me explicó;

“El malo cabalga y se acomoda sobre las heridas”.

Me prohibió ignorarlas. Durante un tiempo ya, cada vez que le visito, las va cerrando poco a poco.

He vuelto a jugar en su equipo. No soy el más ágil, ni el más rápido. No suelo marcar goles. Eso si, hace poco convencí a un amigo de que se viniese conmigo a jugar al club. Está como loco. Tiene millones de ideas que seguro que conseguirán cada vez más seguidores. Pero todas sus ideas, estrambóticas o no, se rigen por tres normas que el entrenador nos obliga a seguir; amar, sonreir y disfrutar.

Los del equipo contrario quizás nos asustan un poco, a veces parecen demasiados. Demasiado capaces de llevarnos. Pero sé que mi entrenador no lo va a permitir. Sé que mi entrenador no dejará de jugar hasta que no quede nadie fuera de su equipo.

Puedo describirle como ambicioso.

Ambicioso en amar.

Ambicioso en salvar.

Pero su ambición no quedará en un deseo. Él no es del tipo de los que se rinden.

Al final, todos tendemos al bien.

Puede que últimamente tú te hayas vestido de rojo. Quizás, entre los tuyos reconoces que falta algo de luz.

De otra forma, a lo mejor sientes que ya no hay ganas de jugar.

Pero al mal se le ganará en equipo.

Sólo es cuestión de vestirse de verde, amar, sonreír y disfrutar