Mi abuela solía decir que la Navidad no era una estación. Se oponía a la idea de pensar en ella por las calles heladas, los árboles desnudos cubiertos de nieve o las temperaturas bajo cero. Si la Navidad fuera una estación, duraría mucho más de lo que lo hace; tal vez empezaría cuando cayese el primer copo de nieve en la calle, y terminaría cuando se derritiese el último muñeco de nieve. Pero entonces, sólo sería Navidad en una parte del mundo, porque cualquiera con un mínimo de cultura sabe que cuando en una parte del planeta hace calor, con sus días más largos y sus altas temperaturas, en la otra parte hace más frío, y que los países intermedios se encuentran en una posición de neutralidad. Así que pensar en la Navidad basándose en símbolos invernales no es del todo correcto.

En cualquier caso, y siguiendo la explicación de mi abuela, nunca era Navidad hasta que la primera bandeja de galletas salía del horno, ya fuera a principios de diciembre o justo antes del día 24. Esta idea me parece bastante beneficiosa para nosotros; podemos elegir empezar la Navidad mucho antes de que lo haga el resto del mundo, y ampliarla tanto como queramos, siempre que no la transformemos en algo común; en algo cotidiano. Si continuáramos la tradición navideña durante más tiempo del que debemos, entonces no las esperaríamos con ilusión. Por lo tanto, la Navidad se acabaría de verdad.

Me gusta recordar estas cosas. Mi abuela es… increíble. He llegado a la conclusión de que ella es como el pegamento que mantiene unida a mi familia; que insiste en mantener el vínculo que une a las personas con mucha más fuerza que la sangre.

Mientras tomo café sentado en la Plaza Mayor de Madrid, recuerdo cuánto me gustaba hacer turismo de pequeño. Últimamente lo hago mucho; casi resulta un poco aburrido ahora que mi vida consiste en instalarme en los lugares que visito. Y la verdad es que disfrutar de un viaje es mucho más agradable cuando al final tienes que volver a casa. Cuando no hay un último día, una última visita apresurada, no es tan divertido.

Sin embargo, Madrid es precioso. Esta plaza en concreto es bastante mágica en esta época del año. Por eso elegí quedarme cerca de aquí estos días; porque detrás de todos los turistas haciéndose selfies y las típicas fotos, hay familias que disfrutan de sus propias tradiciones. Veo a padres con sus hijos comprando piezas religiosas para sus belenes; todo tipo de elementos, todos hechos a mano. Veo grupos de amigos echándose unas risas por unos gorros de navidad tontos que acaban de comprar, y parejas disfrutando de una taza de cacao caliente con churros. Sin embargo, no hay nieve. Ni buenas galletas. He probado algunas; sólo unas pocas, pero no eran ni de lejos tan buenas como las que solía comer cuando era niño. El turrón está bien, eso si.

Por fin me levanto del suelo cuando veo el reloj: es casi la hora de comer. Paseo por las calles y me entretengo mirando las caras de los niños que señalan los regalos de las jugueterías y empujan a sus padres dentro. Me acuerdo que yo solía hacer eso siempre que mi padre me llevaba a la ciudad en Navidad; paseábamos por las calles, mano a mano para no perderme entre la multitud de gente, y él me compraba una salchicha para comer y vino caliente para beber. Luego volvíamos a casa y mi madre horneaba galletas con mi hermano y mi abuela, mientras mi abuelo preparaba la cena. El calor de nuestro salón protegiéndonos del frío del invierno en Alemania era algo en lo que creo que nunca había pensado hasta ahora.

Tampoco pensé nunca en lo difícil que sería entender el español hasta que tengo que comunicarme con las hermanas, que supongo que se esfuerzan al máximo para hacerme saber lo bienvenido que soy hoy a comer con ellas. Finalmente un amable hombre, que debe tener más o menos la edad de mi padre, me traduce al inglés todo lo que ha dicho la Hermana.

-Y rezaremos especialmente por usted, joven. -concluye finalmente. Sonrío a la anciana que pone toda su voluntad en hablar conmigo. No creo que me entienda si le digo que no necesito ninguna oración. O al menos creo que no las merezco. No estoy pasando la Navidad aquí porque una deuda me haya quitado todo lo que tenía, incluida mi casa, o porque una empresa me haya echado a la calle. La razón por la que estoy lejos de mi familia, que muy probablemente está ahora mismo disfrutando de una taza de vino caliente, es simplemente por elección. El insensato yo de dieciocho años pensaba que estaba preparado para hacer del mundo su propio lugar. Ahora, mi yo de veintiún años se ha dado cuenta de que más bien el mundo no tiene lugar para mí, excepto la puerta de un edificio y un par de cartones que encontré para dormir. No es que intente hacerme la víctima, es un hecho. Una vez que me quedé sin dinero, no pude encontrar ni un solo lugar al que ir. Empecé a subir y bajar de autobuses por toda Europa, hasta que acabé aquí, en Madrid, hace unas semanas. Haciendo turismo, pero no por elección, y comiendo algo caliente en casa de unas monjitas que me recuerdan a mi abuela.

¿Por qué me escapé de mi casa? Porque tenía un orgullo descomunal y un complejo de sabelotodo. Discutí con mi padre porque él quería que estudiara y a mí la universidad me importaba un bledo; me metí más hierba de la que debía y, básicamente, le dije que no quería nada que tuviera que ver con mi familia. Y esas palabras resuenan en mis oídos cada noche que intento conciliar el sueño.

¿Por qué no vuelvo? Por vergüenza. Mi orgullo sigue siendo más alto de lo que debería. No me parece vergonzoso quedarse sin casa porque la vida haya sido dura, pero sí me parece vergonzoso quedarse sin casa por decisión propia porque, sencillamente, has sido egocéntrico. Además, tengo miedo de que no me quieran de vuelta. Creo que todo es mejor ahora, conmigo lejos de ellos; no robando dinero para comprar alcohol para disfrutar con mis amigos, o frecuentando un colegio excesivamente caro de vez en cuando, sin hacer nada para aprobar y que metió a mis padres en deudas que nunca podrán cubrir. Pero los echo de menos. Dos años parecen toda una vida, sobre todo cuando lo único que haces es arrepentirte de algo que podrías haber evitado fácilmente.

Fue contra mi orgullo venir aquí hoy. Aceptar que no tengo adónde ir en Nochebuena y comer con un montón de gente que sí se merece una comida caliente que no siempre tiene, sentarme en la mesa junto a niños pequeños que no conocen más que las calles y ancianos que deberían ser atendidos y curados por médicos en los hospitales.
Yo, un joven desagradecido que podría haber estado ayudando a estas personas, estoy cenando con ellos.
Pero las hermanas no hacen ninguna diferencia. No les importa si eres un niño inocente o un hombre que no ha hecho más que pecar, lo poco que tienen es para ti. Ese pensamiento me reconforta de una manera que me da escalofríos.

-Y hemos recibido un regalo esta mañana. Una familia que acaba de mudarse a Madrid nos ha enviado una caja de galletas para que disfrutásemos hoy con vosotros.

La hermana trae unas galletas y las pone sobre la mesa. Me recuerdan exactamente a las que horneaba mi abuela. El remordimiento me invade una vez más; ese deseo de volver a casa.
Lo aparto y me levanto en silencio; necesito distraerme. No puedo volver a casa. No puedo hacerles eso a mis padres.

Me paseo por la casa y miro las fotos; todas religiosas. Una me penetra de una manera que no sabría describir; un hombre caminando hacia un anciano, que le tiene los brazos abiertos.
-El hijo pródigo. -Oigo una voz detrás de mí. -El joven dejó su casa con toda su herencia y la gastó en vicios. Cuando ya no le quedaba nada, volvió a su casa, dispuesto a trabajar para su padre y lleno de remordimientos. Pero su padre le celebró una fiesta, porque el hijo que creía muerto, ahora estaba en casa.

Miro atentamente a la hermana bajita y mayor, que ahora está de pie frente a mí. -Te he visto por la calle. -me dice, y luego se queda callada.
-He estado en la calle. -bromeo. Ella sonríe y señala la foto.
-¿Te gusta?
-Sí… -Vuelvo a mirar a los dos hombres y sonrío. -Pero la historia me parece bastante surrealista.
-¿Por qué?
-¿Por qué iba el hombre a aceptar de nuevo a su hijo? -Pregunto.
-Porque es su hijo. -concluye, y luego me ofrece una galleta. Cojo una, aún pensando en su respuesta. De repente, necesito aire.
Una vez fuera del local, paseo por las calles y me encuentro de nuevo en la Plaza Mayor. Me siento a un lado de la calle y muerdo la galleta, demasiado inmerso en mis pensamientos. ¿Realmente me querrían de vuelta? ¿Me abrirían los brazos si volviera a casa? ¿Y por qué narices esta galleta sabe igual que las de mi abuela?
Antes de que pueda pensarlo dos veces, estoy pidiendo dinero a la gente por la calle. Nunca lo había hecho. El dinero que he tenido antes lo ganaba con trabajillos que conseguía algunos días puntuales, pero supongo que el orgullo no importa ahora mismo. De repente tengo prisa por volver a casa; quiero volver a casa. A pesar del orgullo. A pesar de la sensación de que no sería más que un estorbo, necesito volver.
En sólo una tarde he vendido todo lo que me quedaba: un saco de dormir, una mochila y un reloj muy bonito que me regaló mi padre. Mi ropa es lo único que aún puedo llamar de mi propiedad. Y el dinero que gano, más el que tenía de los días que trabajé para una tienda local, me lleva directamente al aeropuerto de Fráncfort en sólo ocho horas. Una vez de nuevo en mi país, no consigo entender cómo ha sido posible. Supongo que lo llamaré milagro, igual que el de encontrar una familia muy agradable que casualmente estaba sentada a mi lado en el avión, y que milagrosamente vive en una ciudad bastante cercana a la mía.
Definitivamente, el viaje en autobús de una ciudad a otra no me da tiempo suficiente para pensar si estoy haciendo lo correcto. El valor que sentía dentro de mí se está convirtiendo ahora en miedo. Supongo que eso era lo que me impedía volver. El miedo al rechazo. De mirar a mis padres a los ojos y no ver amor; ver sólo dolor; el dolor que les causé.
Eso es lo que me mantiene sentado al otro lado de la calle, mirando mi casa, durante lo que creo que son dos horas. Veo salir el sol, de hecho. Al rato veo a mi hermano a través de la ventana, bajando corriendo a buscar sus regalos. Verlo tan mayor me duele más de lo que pensaba. La sensación de ser un extraño en su vida, que antes creía que no podía

importarme menos. ¿Todavía le emocionan los superhéroes? Ya tiene… siete años. ¿Le gusta el fútbol como a mí? ¿A qué equipo sigue?
Entonces veo a mi madre, mucho más guapa de lo que recordaba. Su pelo rubio y sus mejillas rosadas. Esa cálida sonrisa. Recuerdo su olor. Olía a vainilla.

El último en bajar es mi padre. Parece más fuerte de lo que recordaba. Creo que es el hombre más fuerte que he visto en mucho tiempo. Aunque no físicamente.
Pero se ven felices. Eso es lo que me impide abrir la puerta. Supongo que una parte de mí pensó que parecerían tristes y que así no sería tan malo que no estuvieran precisamente emocionados por mi llegada a casa. Pero parecen estar bien. Como si su mundo estuviera perfectamente sincronizado y funcionara como debe.

Estoy a punto de irme cuando echo un último vistazo a las escaleras. Y allí veo mi foto. Fotos.
Entonces toco el timbre.
No creo que lleguen a oírlo. Es un timbre tan tímido. Un timbre arrepentido, avergonzado, asustado. Y sin embargo, como si lo supiera, mi madre abre.

No me reconoce.
Me reconoce.
Se enfadará.
No parece enfadado.
Abre la boca estupefacta. Bajo la cabeza, siento frío. Tanto frío; dada la cantidad de noches que he dormido en la calle, creía que ya no podía sentirlo. Parece que sí.

Cuando vuelvo a levantar la vista, está llorando. Y entonces me abraza y siento calor. Más calor que nunca. Me sujeta la cara y me besa el pelo tantas veces como puede antes de que oigamos a mi padre acercarse a la puerta.
-¿Quién es, cariño?

Me niego a mirarle. A la decepción, al enfado que vi cuando me fui. El dolor que le causé.

Pero no hay dolor
Ni furia.
Ni reproche.
Sólo una mirada tierna, llena de lágrimas. Y dos brazos abiertos. -Bienvenido a casa, hijo.